Había una vez…
El verano había terminado y Tomás estaba enfadado porque se habían acabado los días de playa, los helados a todas horas y las largas tardes en la piscina. Ahora empezaba a hacer más fresquito, oscurecía antes, y además habían empezado las clases.
—El otoño es aburrido —decía cruzado de brazos, mientras miraba por la ventana.
Un sábado por la tarde, su padre lo animó a salir al parque. Tomás fue arrastrando los pies, sin ganas. Pero en cuanto entró al parque, una ráfaga de viento hizo volar un montón de hojas alrededor suyo. Eran rojas, amarillas y naranjas, y parecían mariposas de colores.
Sin darse cuenta, Tomás empezó a correr tras ellas. Se lanzó de cabeza a un montón de hojas secas y escuchó el crujido más divertido que jamás había oído riéndose a carcajadas.
En ese momento llegaron dos de sus amigos y vieron a Tomás corriendo detrás de las hojas.
—¡Hagamos una guerra de hojas! —gritó uno.
Y comenzaron a lanzarse hojas como si fueran bolas de nieve. No paraban de reír, correr, saltar y divertirse. Después de mucho rato rato jugando, se tumbaron en el suelo a descansar, miraban los árboles y el cielo y veían las hojas que quedaban en las ramas, intentando adivinar cuál se caería primero.
Cuando llegó la hora de volver a casa, el pare de Tomás le llampo desde el banco donde se encontraba sentado mientras él jugaba con sus amigos,
— Es hora de volver a casa — dijo su padre.
Tomás, que estaba sudado, despeinado y con la ropa llena de hojas.¡ de tanto jugar, miró a su padre sonriendo y contestó:
— Papá, hoy me lo he pasado muy bien, creo que el otoño no es tan aburrido. Tiene sus propios juegos, diferentes al verano, pero igual de divertidos.
Esa noche, antes de dormir, pensó en lo que había descubierto: cada estación tiene su magia, solo hay que atreverse a vivirla.