Iba la hormiguita solitaria por el campo, cogiendo miguitas de pan y trocitos de fruta para guardarlos en su pequeña guarida y tenerlo para ella solita.
Mientras, las demás hormigas formaban grupos y hacían equipos para recoger comida y llevarla al hormiguero, para así repartirla entre todas las demás hormigas que vivían allí.
Por más que llamaran a la hormiguita solitaria para que fuera con ellas, ella nunca iba, pues prefería trabajar para ella sola y disfrutar de su banquete a solas, antes que compartirlo con las demás hormiguitas.
No era una hormiguita mala, pero era muy golosa y no le gustaba compartir, ni obedecer, así podía comer cuando quisiera sin tener que esperar a las demás ni a la hora de cenar.
Su guarida era pequeña pero acogedora, la hormiguita se tumbaba todos los días después de su jornada a disfrutar de su manjar sin ninguna compañía.
Pero un día la hormiguita solitaria se terminó su manjar y no se dio cuenta de que ya no le quedaba más. Debía salir a buscar más miguitas de pan para poder terminar de cenar.
Pero después de dar vueltas y vueltas, caminar y escarbar, no había rastro de nada que se pudiera llevar.
La hormiguita resignada se sentó sobre una piedra a pensar.
Entonces apareció otra hormiga muy pequeña y sonriente:
«No puedo coger ese trozo de pan» – dijo la pequeña muy convincente – “Pesa mucho para mí, si me ayudas, tengo suerte«.
La hormiguita solitaria asintió dubitativa, no quería compañía, pero no pudo negarse a ayudar a la pequeña.
La hormiguita solitaria se bajó de la piedra y junto con la pequeña levantó la pieza de pan. Una miga de pan casi tan grande como su guarida, que tuvieron que llevar junto a las otras hormigas.
Fue entonces cuando las demás la invitaron a cenar y ya nunca cenó sola, pues la hormiguita compendrió que más vale una miguita en muy buena compañía que veinte kilos de pan solita y sin alegría.
Relato original escrito por: Habiaunavezuncuento.com