Hace mucho, mucho tiempo, en un invierno muy frío, Lorenzo, que así se llama el Sol, se sentía muy triste. Salía por las mañanas con la cabeza cabizbaja y los ojos llorosos, iluminaba la ciudad sin fuerzas y apenas sonreía.
La luna, que se lo encontraba todos los días al anochecer y al amanecer, siempre le miraba intrigada, porque no entendía qué le pasaba. Lo hablaba con las estrellas cuando el Sol ya se había ido a dormir, les preguntaba que podía hacer para ayudarle, pero nadie entendía qué le ocurría al Sol y porque ya no hablaba con nadie.
Un día, la Luna ya no aguantaba más y decidió preguntárselo, esperó hasta que llegó la hora de anochecer para hablar con él. Cuando el Sol estaba ya listo para irse a dormir y dejar a la Luna en el cielo cuidando de la ciudad, la Luna se paró delante de él y dijo:
– Sol, ¿qué te ocurre ?¿Por qué estás tan triste últimamente?–
– Estoy triste porque es invierno y hace frío, y muchas veces hay nubes que me tapan, y el viento sopla fuerte y casi no puedo iluminar a la ciudad con mis rayos – contestó el Sol.
– Pero eso es normal, en invierno hace más frío y llueve más, pero eso no significa que debas estar triste, las estaciones son necesarias para la tierra, y tú tienes que dar siempre luz con tus rayos para hacer feliz a la gente siempre, aunque haya nubes y viento, a las personas les gusta ver cómo te asomas y les das calor. Te necesitan – dijo la Luna.
El Sol se quedó pensativo, aunque el prefería el verano para poder hacer feliz a la gente con sus rayos, comprendió que también tenía que hacerles feliz el resto del año, y si salía triste en invierno, la gente también estaría triste. Así que se alegró de ser tan importante durante todo el año y se dio cuenta de que en invierno era cuándo más lo necesitaban.
Desde entonces, el Sol siempre está feliz, y en invierno, si hay algún día lluvioso, aprovecha para descansar y coger fuerzas para iluminar a la ciudad con más ganas al día siguiente.